Nueva York. Aquella mañana de agosto hacia
un clima hermoso: brillaba el sol, y las nubes galopaban sobre el inmenso
firmamento azul del cielo. La mañana se regía orgullosa sobre los inmensos
rascacielos, a punto de dar paso a una tarde que no podría opacar a la mañana,
e igualmente no sería nada despreciable para sentirse.
En Fifth Avenue, una de las zonas
turísticas más importantes de la ciudad, se erigía un pequeño edificio de
apariencia rustica, que contrastaba magistralmente con los titánicos edificios
que lo miraban desde lo alto del cielo. También el contraste destacaba con el
hecho de parecer una vieja posada que poco o nada debía hacer ahí; parecía algo
más propio de Queens.
En efecto, era una vieja posada, de cinco
pisos, en la que solo habitan, contando al casero, once inquilinos. Hace ya
mucho que no había nuevos vecinos, y desde hace mas de 2 años que la vieja
señora Moore se había mudado con su hija a Kansas. Fue doloroso verla partir,
pues les caía bien a todos, y eran como una gran familia. Aquella mañana, fue
una gran sorpresa para todos volver a ser doce personas.
El señor Joseph Evans era nuevo en aquella
ciudad, no tenía hijos que lo cuidaran, y su única compañía, y que en verdad
apreciaba, era la de Luthor, su perro lazarillo de la raza de Cobrador de
Labrador, pues el pobre anciano era invidente.
- -Muy buenos días tenga usted,
señor Evans- había dicho Frank Stevenson, el casero de aquella posada- espero
su viaje haya sido placentero.
- -Buen día tenga usted- dijo en
tono cansado el anciano-, gracias, si, estuvo muy bien. Mi querido Luthor nunca
me ha decepcionado, y nunca me ha expuesto al peligro de los autos ni de los
barrios inseguros.
- -Si no le molesta, usted
residirá en el número 27, del segundo piso.
- -Ninguna molestia, señor
Stevenson. Mientras más cerca de la planta baja, mejor.
Dicho esto, esbozo una sonrisa, aun sin
esperar una del señor Stevenson. Afortunadamente, aquel hombre era tan
agradable como alguna vez lo fue la querida señora Moore. De este modo, correspondiendo
a su sonrisa y estrechando sus manos en señal de paz, Frank y el señor Evans
sellaron el trato de su estadía.
En el transcurso de la tarde, Frank se
encargo de presentar al señor Evans con el resto de los inquilinos. Así que los
cito a todos a la sala principal y una vez allí, la mayoría pudo confirmar que
aquel hombre, a pesar de no saber cómo eran sus rostros, o saber siquiera si
seguían ahí, era sencillo y agradable. No representaba ningún problema que se
quedara.
Esa tarde, el señor Evans pudo conocer a la
familia Masen, compuesta por Erik, Rose y su hija de nueve años, Serena; a la
agradable pareja de ancianos compuesta por Richard y Lois Granger, y a pesar de
que Joseph Evans ya tenía sesenta y cuatro años, no eran nada comparado a los setenta
y ocho de la pareja; por último, Joseph también fue presentado con Liam Thomas,
un hombre corpulento de treinta años, soltero.
Falto por ser presentado a los estudiantes
Gordon Sullivan y a su amigo Ethan Crowley. Ambos estudiaban en la Universidad
Cornell, y cursaban ya su ultimo año en la misma. Esa tarde estaban ausentes
debido a sus deberes escolares. Al igual que a los universitarios, Joseph Evans
no pudo conocer a la pareja veinteañera de Adrien Lewis y a su novia Dawn
Smith; vivían juntos y ya tenían pensado comprometerse. Probablemente andarían
en una cita.
La noche llegó, e inesperadamente un viento
frio empezó a soplar desde el sur. Pese a esto, la noche transcurrió con
tranquilidad, al menos hasta las tres de la mañana. Inesperadamente, Luthor, el
perro del señor Evans empezó a aullar. Pero no era un aullido normal, era un
aullido que el animal extendía por alrededor de veinte segundos, fuerte y
profundo, capaz de penetrar en el corazón del hombre más valiente, y con
extrema facilidad en medio de ese velo de oscuridad, que en gran medida gracias
al silencio, resultaba escalofriante.
Fueron tres los aullidos que el perro
lanzo, aunque no consecutivamente. Esperaba en intervalos de dos a tres minutos
antes de lanzar otro tétrico aullido. De más esta decir que esto molesto a los
inquilinos, que furiosos, fueron a reclamar al señor Evans. Antes del segundo
aullido, la familia Masen, Adrian y su novia y Liam Thomas estaban en su
puerta, tocando para obtener respuesta.
- -Oiga- había dicho colérico el
señor Masen-, será mejor que calle a ese perro. No se usted, pero nosotros
tenemos cosas que hacer apenas amanezca.
- -Erik, creo que deberías ser un
poco más amable- le dijo su esposa tocándole el hombro-, solo piensa que él es
nuevo en la ciudad, no tiene a nadie más que a su perro, tal vez para el esto
sea algo normal.
- -Su esposa tiene razón- dijo el
señor Evans, haciendo que sus vecinos saltaran de la impresión.
- -¿Usted puede oírnos?- pregunto
Thomas.
- -Claro que puedo, ¿nunca han
oído que al perder un sentido una persona, tiende a desarrollar otro en
compensación del que perdió?
El señor Evans hablaba como si sus vecinos
estuvieran a su lado, aunque su cama estaba a casi cinco metros de donde estaba
la puerta que separaba el oscuro umbral
de su habitación del pasillo iluminado en el que se encontraban sus vecinos.
- -Ténganle paciencia, estoy
seguro que se cansara produciendo esos aullidos tan largos.
Mientras decía esto, Luthor estaba ya
terminando de aullar por tercera vez. Esperaron otro rato, pero ya no hubo más
que silencio.
- -¿Ya lo ven- dijo el-, no les
dije que se cansaría?
Como no queriendo convencerse, los
inquilinos se retiraron a sus respectivos aposentos, entre bostezos y
musitaciones. Claro que sería una novedad al día siguiente. No todos los días,
un lazarillo aullaba tres veces a las tres de la mañana.
Los días siguientes transcurrieron
normales, con idas de los inquilinos de aquí a allá que el señor Evans no veía,
pero podía sentir en su alrededor. Ese día, al notarlo tan solo, Frank lo
invito a jugar algún juego de mesa. Parecía una broma cruel, pero no para este
ciego. El señor Evans reconocía con facilidad las piezas del ajedrez, y sabía
con exactitud como movía sus piezas, nunca dejando una a mitad de dos cuadros
en una jugada. De cinco juegos, el seño Evans venció a Frank en dos.
- -En verdad que hacía ya un
tiempo que no me divertía así- dijo con una sonrisa en su cara- pero, ¿podemos
probar con algún otro juego?
- -Bueno, solo me quedan un juego
de parchís, y unos tres o cuatro juegos de rompecabezas- dijo el casero.
- -El parchís nunca me ha gustado,
pero podría tratar con un rompecabezas tal vez.
- -Oh, bueno señor Evans- dijo
Frank- debo admitir que es un excelente jugador de ajedrez, pero este siempre
es igual, siempre las mismas piezas y el mismo número de cuadros. No es el caso
con un rompecabezas; tardaría días en resolver uno.
Esperando que el señor Evans le riñera por su crítica y su
falta de confianza en las destrezas de otras personas, quedo sorprendido al ver
que el hombre frente a él solo se reía. Reía con fuerza.
- -Bueno- dijo Joseph al fin-, no
se tu, pero yo no tengo prisa. Anda, alcánzame uno y ya veremos de que cuero
salen más correas.
Ambos rieron, mientras Frank le alcanzaba
un rompecabezas al anciano. Afortunadamente, Frank tenía uno que era para niños
pequeños, de solo quince piezas. La imagen a formar era el simpático dibujo de
un gatito.
Frank vio como su inquilino tocaba con sus
dedos los bordes de las piezas, buscan los lados que no tuvieran ninguna
pestaña o una marca para ensamblar las piezas. Buscando las piezas con bordes
lisos, las dispuso para ver cuáles de ellas eran parte de los lados de la
imagen. Y después de una hora de intenso análisis, pudo ensamblar y armar el
rompecabezas.
- -No ha sido difícil, Frank,
estoy acostumbrado a reconocer objetos con solo tocarlos.
Y así prosiguió el señor Joseph,
resolviendo los demás rompecabezas, mientras los días avanzaban y Agosto daba
paso a Septiembre. Su desafío final fue un rompecabezas de 120 piezas, que
mostraba la fotografía de un chimpancé bebe, que tenia posada su mano derecha
sobre su rostro, dejando el rastro de sus dedos sobre su boca. Aunque empezaron
a buen ritmo- porque el mismo Joseph admitió que era un desafío muy grande y
solicito la ayuda de Frank- no pudieron completarlo, dejándolo a poco mas de la
mitad de terminarlo. Sin embargo, la calma se vio perturbada por
un acontecimiento trágico: el día primero de ese mismo mes, Serena Masen, la
hija del matrimonio de Erik y Rose, murió de un infarto mientras dibujaba en el
piso de su hogar. Sus padres estaban destrozados, y también muy desconcertados, pues su hija tenía una salud
envidiable que superaba con creces a la de sus padres.
La calma empezaba a volver, hasta que
súbitamente, tres días después de la muerte de Serena, Richard Granger, esposo
de Lois Granger, tuvo una estrepitosa caída por la escalera principal. Al
parecer, sus pies tropezaron contra varios de los pliegues de la gruesa
alfombra del tercer piso, desplomándose hacia adelante, y tras rodar varia veces,
cayó mal apoyado sobre su cabeza, y se rompió el cuello. El crujido rápidamente
ahogo sus desesperados gritos de ayuda. Su cuerpo quedo tendido en el piso del
salón principal, mientras sus ojos sin vida seguían entornados hacia arriba y
un hilillo de sangre empezaba a brotar de su boca. Su esposa, inconsolable, se
marcho a vivir con su hijo a la zona de Manhattan. Dos semanas después del accidente, mientras
Liam Thomas se encontraba cenando, no mastico bien un pedazo de filete, que se
le atasco en la garganta y, necio a ser expulsado, termino con la vida del
pobre hombre a causa de asfixia. Cuando encontraron su cuerpo, era claro que
desesperadamente trato de salvarse: en la escena estaba un vaso roto que
contenía agua y que ahora ya estaba sobre la mesa, empapando el mantel,
asimismo la mesa estaba hecha un desastre y Liam se encontraba tirado hacia un
lado, con el rostro pálido y lagrimas en sus ojos. También le escurría un poco
de saliva por el borde de la boca, que ya empezaba a formar un pequeño charco
en el piso.
Las noticias sobre estos accidentes volaron
tan rápido que nadie más en un buen tiempo quiso ser inquilino de aquella
posada, pues era mucha coincidencia que todo hubiera pasado en el mismo lugar y
con poca diferencia de días. Los inquilinos restantes, temían por su
vida, pues sentían que “algo” los estaba cazando, “algo” esperaba el momento
para destinar sus almas a la perdición, seleccionándolos y matándolos con saña
como si fueran ganado, que va a ser servido a los espectros del infierno, y sus
entrañas a los buitres.
Afortunadamente, no ocurrió nada, y la
tranquilidad se restableció a mediados de Octubre. Pero, como si cruelmente estuviera
esperando a que sus víctimas se despreocuparan para iniciar su nueva matanza,
el terror volvió a llegar, una fría noche, a la una de la mañana.
El señor Evans se había acostado temprano
esa noche, a las ocho para ser exactos, cuando su sueño fue perturbado por su
perro. Luthor volvió a las andadas. Empezó a aullar, muy fuerte y
estridentemente. Los inquilinos estaban furiosos, pues no estaban pasando una
bonita temporada con los sucesos pasados, así que de inmediato Erik Masen salto
de su cama para ir a reclamarle al viejo Joseph. El aullido de Luthor fue largo, de unos 30
segundos, pero al final solo fue un aullido el que lanzo esa noche.
No sabiendo si estaba asustado o nervioso,
el señor Masen se volvió a su departamento, primero apretando el paso y después
casi corriendo, sintiendo como se le erizaba la piel de la espalda y con esa
sensación de que alguien, entre las sombras, te sigue.
Después de aquel aullido, pasaron dos
semanas antes de que el terror se manifestara de nuevo. Esta vez, la víctima
fue Dawn Smith, la novia de Adrien Lewis. Mientras este último se encontraba
viendo la televisión, Dawn estaba en el baño terminando de ducharse. Antes de
salir, después de cepillarse los dientes, la chica resbalo a causa del
resbaladizo piso de linóleo, y se asesto un buen golpe en la cabeza con el
lavabo, sangrando profusamente y sufriendo por unos cuantos instantes, hasta
que la muerte finalmente se apiado de su dolor y vino por ella. Adrien fue
quien descubrió el cuerpo de su novia, y, sin poder articular palabra, empezó a
gritar tan fuerte, que el primer grito lo escucharon en todo el edificio.
Permaneció casi tres días sin hablar y dormir, pues el impacto fue demasiado.
Ninguno de los dos había tenido antes pareja, y cuando se conocieron al fin,
casi de inmediato acordaron que querían casarse. Lloraba de impotencia al ver
sus sueños truncados por su repentina partida de este mundo.
Un día, los inquilinos restantes se citaron
en una junta de emergencia, a la que Joseph no fue rectificado de asistir. El
motivo era simple: creían que el perro algo tenía que ver.
- -Disculpen, comprendo su dolor,
pero esto me parece absolutamente ridículo- fueron las palabras de Frank, quien
no daba crédito a las teorías de sus inquilinos.
- -¡Por Dios, Frank, abre los
ojos!- dijo el señor Masen- ¿No te das cuenta de que cada vez que aúlla ese
perro alguien en este edificio muere?
- -Es verdad, señor Stevenson-
dijo el joven Gordon Sullivan- solo piénselo; la primera noche, aulló tres
veces, a las tres de la mañana. Y curiosamente el perro ya no aulló mas, hasta
después de que tres habitantes fallecieron. Y hace poco, solo aulló una vez, a
la una de la mañana, y falleció la señorita Smith. Cualquiera pensaría que es
la mayor coincidencia de la historia que jamás ha pasado, pero los que aquí
vivimos no lo creemos así.
- -Además, Frank, debe usted saber
que desde hace mucho, el aullido de los perros ha sido asociado a los
espectros, pues dicen que tienen un sexto sentido, y también a su aullido se le
asocia a la muerte.- dijo sombríamente la esposa de Erik Masen.
- -Escuchen, creo que hablo por
todos cuando digo que no queremos causarle daño a ese hombre ni a su perro,
solo queremos que se marche- fueron las fuertes palabras de Adrien Lewis, quien
aún sentía dolor en su corazón- ¿O es que acaso esperan a que ese perro aúlle
otras siete veces y nos mate a todos, incluido su dueño?
Tras un buen tiempo de meditación, Frank
decidió que seria mejor hacerle caso a sus inquilinos, e informarle al buen
Joseph Evans que debía retirarse del edificio. Cuando subió al cuarto del
anciano, se sorprendió al verlo hacer su maleta.
- -Pero, Joseph, ¿Qué esta haciendo?-
pregunto sorprendido ante su invidente inquilino.
- -He podido escuchar su
conversación, allá abajo. No los culpo por tener sus conjeturas sobre mi buen
Luthor, a mí también me pareció mas que una coincidencia que sus aullidos
estuvieran relacionados con las trágicas muertes de mis vecinos. Así que, creo
que lo mejor será que nos vayamos. Ya pensare después donde podre quedarme.
Frank se sentía muy triste, pues nadie
antes le había resultado tan buena persona, ni se habría molestado en usar su
tiempo con el, divirtiéndose como si se conocieran desde siempre. Al mismo
tiempo, sentía una grata sensación de alivio, pues no tuvo que ser el mismo
quien despachara al buen hombre, y también porque por fin esta pesadilla
llegaría a su fin. Aquella charla paso tranquila, convirtiendo
la mañana en la tarde, al dar la una en punto. Justo cuando Joseph no podía
sentirse mejor, Luthor lanzó un aullido que más que perforar en su corazón,
sintió que le debilitaba todo su cuerpo. Ese último aullido lo puso nervioso,
pero si todo seguía un patrón de conducta, por ser la una de la tarde, solo un
aullido seria lanzado. Aun aquella noche, mientras dormía, de su mente no podía
salir aquel sombrío pensamiento: “Me mató, oh Dios, me ha matado”.
A la mañana siguiente, todos se preguntaban
si Frank había cumplido con su deber. Fue tranquilizante ver salir al señor
Evans junto con su perro, hacia la calle a eso de las doce y cuarto del día.
Antes de partir, Frank nunca podría olvidar las palabras que dijo el anciano:
- -Ese rompecabezas, Frank, no lo
desarmes. Al contrario de los demás, no fue concluido. Así que guárdalo, y
algún día volveré, y podremos terminarlo juntos, porque así fue como lo
iniciamos. Juntos.
Dicho esto, enfiló su camino hacia la
atestada calle, y entre la multitud se perdió, para no ser visto de nuevo.
Al día siguiente, Frank Stevenson recibió
una visita inesperada. Era un oficial de policía, que venia a reportarle una
notica que le rompió el corazón: exactamente a la una de la tarde, quince
minutos después de salir de la posada, Joseph Evans, guiado por Luthor, cruzo
la calle, sin poder presentir que su perro ignoro el paso de los autos y sin
poder sentir la cercanía de un autobús de pasajeros, que a pesar de intentar
frenar, nada pudo hacer para detener su marcha, y arrollo al señor Evans y a su
perro. Ambos murieron.
Para Frank Stevenson fue muy claro lo que
el aullido que Luthor lanzó el día anterior quiso decir: era un aullido final.